miércoles, 25 de agosto de 2010

El taurete
El día se levantaba esparciendo las nubes que encapotaban el cielo. Las olas de calor se expandían por las calles de Toluviejo, dejando a su paso un sopor con aroma de café.
Llegue a este pueblo para conocer, las cuevas incrustadas en la piel de la serranía de san Jacinto. Con el andamiaje de espeleólogo completo, observe por un rato el sitio donde se ubicaban las grutas naturales: De las más cercanas, había una cuyo nombre sobresalía en un cartel clavado en un árbol, con letras robustas y una caligrafía acelerada se leía: “la catedral”. Inicie la exploración solo, luego contrataría un guía para ir a las demás cuevas esparcidas por la montaña.
Entre a “la catedral” con las gotas de sudor alimentando mí camisa. La humedad apareció en mí nariz, matizando los olores residuales de sus visitantes humanos. Algunas estalactitas señalaban en modo acusatorio el suelo de la cueva. En sus paredes calcarías aparecían pictogramas de amores fugaces, y otros pasquines de verdades ocultas. Una brisa suave se colaba por la cueva. Murmuraba un quejido atiborrado de las voces de los amantes, en el goce mismo de la sexualidad.
Después de un par de buenas fotos, tomadas en la entrada e interior de la cueva, salí hacer algunas anotaciones. Sentado sobre las rocas calizas, la vi subir las escalinatas de piedras talladas sobre la montaña viviente. El fuego de su mirada aterrizo en mí ingle haciéndome vibrar. Era una muchacha joven tal vez de mí misma edad. Sus caderas danzaban, en un ritmo fresco de dos tiempos. Sus senos surgían como tenues montañas que se negaron a crecer, cubiertas nadas mas por un suéter azul.
-Buenos días, me llamo Lucila. ¿Necesitas un guía?-
Me extendió su mano con delicadeza. Mientras sentía su mirada resbalarse por mi cuerpo en forma descarada.
-creo que si- le dije. El sudor irrigaba Las líneas de mis manos, y un cosquilleo recorrió mis labios.
Luego de acordar el precio por su servicio como guía, comenzamos el peregrinar hacia las cuevas. Un aroma aventurero se desplegaba por mí alrededor. Disimuladamente, mí mirada hizo conquista de sus nalgas al pasar al lado mío, con su cadencia rítmica. Seguía su vaivén el intenso latir entre mis piernas.
Armado con la impertinencia masculina a flor la seguí. Nos introducimos en una primera cueva llamada “la plantación”. Donde se explayo en un discurso sobre la historia y origen de esta. Mientras mí mirada seguía absorta, en el danzar de su sinuoso cuerpo. Salimos de ahí con la Decisión de subir un poco más la montaña, en busca de una cueva llamada “el lago del caimán” ubicada a pocos metros. Al rozar sus dedos con mi piel para indicarme que la siguiera, un corrientazo recorrió mi columna dejándome nublada la conciencia.
Caminábamos sin prisa, yo tomaba fotos y ella seguía sus explicaciones entremezcladas con poemas sobre mis ojos. La miraba con ojos devoradores, y no soñadores e intrigantes como ella me decía. Me comento sus estudios en filosofía, y las experiencias como guía. Trabajo que realizaba los fines de semana para poder sostenerse.
Llegamos a una pequeña gruta, luego de sortear varios arboles y rocas sobresalientes. Entramos sigilosos en ella. Estaba bastante iluminada, por un chorro de luz que se colaba por su entrada. Se desprendía diminutos rayos de sus paredes, dibujando la figura de Lucila, sobre las estalagmitas que se desprendían del suelo cavernoso.
Ráfagas de brisas soltadas por la mañana en forma juguetona, revolotearon su roja cabellera. Mis manos en un arrojo poco inusual, atesoro su cintura en un circulo. Su cabello se enredo en mi cuello; sus labios besaron mi mentón, mientras los míos tocaban su nariz. Bese su cuello partiendo desde una oreja a la otra, cuando sus dedos hacían figuras en mi cabello, y de su voz se escapaban versos plagiados. Con mis dedos truculentos deshice el celofán de su vestidura, y me arroje al abismo de su vientre, donde un vello dorado descendía por su ombligo. Ize las velas buscando norte, y ancle entre sus senos tantos besos, como gemidos se escapaban de su boca. No lo puedo negar, me venció la redondez de sus frutos. Y deje a mi boca absorber los corozos en cosecha. Probé los pliegues color carmín, cuando mi cabeza atrapada en sus muslos carceleros, buscaba las gotas que calmaran la soledad. Sus manos diestras soltaron mi ropa, que cayo como sombra sobre el piso. Me dejo huir por la sabana de su cuerpo y penetrar los senderos azucareros.
Enroscada en mi cintura, con ritmo africano sus nalgas choraron con mi cadera. Sentí la cueva anegarse desde el manantial entre sus piernas y yo me ahogaba en cada quejido de su piel. Fui absorbido cuando mecíamos nuestros cuerpos, sobre una piedra plana con espaldar.
Y al tiempo que un murciélago angustiado, pasaba rozando mi cabeza en busca de una salida. Ella se fundía en mi piel con un abrazo de su cuerpo contraído.
Suavemente entre jadeos finales, limpio el sudor reinante de su cara, y planto un beso tierno en mis labios. Retomo las posturas de guía; y me dijo que en la losa fría donde posaba mis sentaderas, se llamaba el taurete del amor.


ILREMOMO

El gallo sin pico observaba con paciencia cada arrojo apresurado de tierra negra por parte de su amo, al pozo de agua seco del patio. Estaba placido al lado de el y esperaba la hora en que el se sentaba arreglar ese reloj que todas las tardes intentaba repara por años.
Era el momento en que después de agotarle la paciencia le daba las lombrices trituradas con maíz y conversaba con el.
Esperaba con tranquilidad que acabara de tapar el cuerpo de una mujer desnuda
CUENTO COLECTIVO

EL CARNAVAL

El olor de la tierra húmeda, perfuma la oscuridad creciente de la tarde, la purifica. Mis ojos azabaches irradian luz entre los enmarañados mangles en busca de lo soñado, moluscos de oro, pan de barro. Mis pies juegan con la palizada y la risueña orilla de la ciénaga canta al rozar mis delgadas canillas. Mi cabello espeso filtra el viento que arrastra sombras asustadas de la tarde en que veo llegar la (casa) barca que resuena como el vientre de una guitarra, es el navío negrero que allende los mares arriba al puerto Cartagenero.

El hedor de la muerte se escapa por las grietas de su madera roída por el salitre y el tiempo, ADOMA es el nombre que se erguía con letras doradas a su costado. La historia ocurría en tierra, las concentraciones de nativos, mi gente alrededor de la rampa de desembarco y el mar que está en medio en una especie de vacío. Esperaban la señal de vida, la bajada de los suyos que partieron en una travesía durante 50 días desde Angola a Cartagena de Indias en un barco amotinado.

Muchos de los nuevos marinos que bajaban parecían mendigos, y la apariencia de muchos de ellos, cerca de la muerte... era una verdadera pesadilla. Llegan miles, incontables su cifra. Unos muertos, otros revolcados en su propia miseria, heces, orines y aire contaminado del exhalar e inhalar su propio hedor. Ignorantes de su destino, brazo a brazo con la muerte se la disputan para lograr la salvación y bajan ausentes de los cantos congoleros de su pueblo. Hacía una tarde de hondas silenciosas, azules, frescas y diáfanas; la luz pálida de la luna llena se permitía acompañar el vaivén de la marcha de los recién llegados. Los vi cobijados por una manta violeta tejida con gladiolos y el ambiente impregnado por una lluvia con olor a incienso.

La tarde silenciosa se vio rota por Los cantos Lumbalú que iniciaron una ceremonia de recibimiento. En un momento la fuerte brisa apagó las velas de foráneos y nativos: –No se preocupen, dijo Batata, el tambolero, dirigiéndose a Toky, el mago de la marímbula, nosotros no necesitamos de Ashanti, invento de los blancos, para celebrar nuestro rito-. Entonces la oscuridad se adueñó de lugar y emergió de ella un canto lento de tambores con las notas cobrizas de los demás instrumentos.

No supe si fue real o hizo parte de la ficción en mi cabeza infantil, se que el carnaval empezó de ese modo. Hoy he comprendido que la luz atraviesa las cosas y las hace brillar desde adentro, pero sin violarlas.