miércoles, 25 de agosto de 2010

CUENTO COLECTIVO

EL CARNAVAL

El olor de la tierra húmeda, perfuma la oscuridad creciente de la tarde, la purifica. Mis ojos azabaches irradian luz entre los enmarañados mangles en busca de lo soñado, moluscos de oro, pan de barro. Mis pies juegan con la palizada y la risueña orilla de la ciénaga canta al rozar mis delgadas canillas. Mi cabello espeso filtra el viento que arrastra sombras asustadas de la tarde en que veo llegar la (casa) barca que resuena como el vientre de una guitarra, es el navío negrero que allende los mares arriba al puerto Cartagenero.

El hedor de la muerte se escapa por las grietas de su madera roída por el salitre y el tiempo, ADOMA es el nombre que se erguía con letras doradas a su costado. La historia ocurría en tierra, las concentraciones de nativos, mi gente alrededor de la rampa de desembarco y el mar que está en medio en una especie de vacío. Esperaban la señal de vida, la bajada de los suyos que partieron en una travesía durante 50 días desde Angola a Cartagena de Indias en un barco amotinado.

Muchos de los nuevos marinos que bajaban parecían mendigos, y la apariencia de muchos de ellos, cerca de la muerte... era una verdadera pesadilla. Llegan miles, incontables su cifra. Unos muertos, otros revolcados en su propia miseria, heces, orines y aire contaminado del exhalar e inhalar su propio hedor. Ignorantes de su destino, brazo a brazo con la muerte se la disputan para lograr la salvación y bajan ausentes de los cantos congoleros de su pueblo. Hacía una tarde de hondas silenciosas, azules, frescas y diáfanas; la luz pálida de la luna llena se permitía acompañar el vaivén de la marcha de los recién llegados. Los vi cobijados por una manta violeta tejida con gladiolos y el ambiente impregnado por una lluvia con olor a incienso.

La tarde silenciosa se vio rota por Los cantos Lumbalú que iniciaron una ceremonia de recibimiento. En un momento la fuerte brisa apagó las velas de foráneos y nativos: –No se preocupen, dijo Batata, el tambolero, dirigiéndose a Toky, el mago de la marímbula, nosotros no necesitamos de Ashanti, invento de los blancos, para celebrar nuestro rito-. Entonces la oscuridad se adueñó de lugar y emergió de ella un canto lento de tambores con las notas cobrizas de los demás instrumentos.

No supe si fue real o hizo parte de la ficción en mi cabeza infantil, se que el carnaval empezó de ese modo. Hoy he comprendido que la luz atraviesa las cosas y las hace brillar desde adentro, pero sin violarlas.


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